Cuando en 1953 se estrenó en París Esperando a Godot, pocos sabían quién era Samuel Beckett, salvo, quizá, los que ya lo conocías como ex secretario de otro irlandés no menos genial: James Joyce. Por aquellas fechas, Beckett tenía escrita ya gran parte de su obra literaria; sin embargo, para muchos pasó a ser «el autor de Esperando a Godot». Se dice que, desde aquella primera puesta en escena —que causó estupefacción y obtuvo tanto éxito— hasta nuestros días, no ha habido año en que, en algún lugar del planeta, no se haya representado Esperando a Godot. El propio Beckett comentó en cierta ocasión, poco después de recibir el Premio Nobel de Literatura en 1969, que Esperando a Godot era una obra «horriblemente cómica». Sí, todo lo horriblemente cómica que puede resultar la situación de dos seres cuya grotesca vida se funda en la vana espera de ese ser al que llaman Godot.

Martín Santomé está a punto de jubilarse. Aunque le ofrecen ser subgerente de la compañía si a cambio posterga dos años su retiro, no acepta: lo único que le produce cierta ilusión es pensar en no ir más a la oficina. Su vida corre por los rieles de la rutina absoluta, sin sorpresas, pero de pronto comienza a mirar con otros ojos a una nueva compañera que trabaja bajo sus órdenes. ¿Será capaz esta mujer de volver a hacerlo sentir vivo y sacarlo de su monótona soledad?

«¿Le temes a los fantasmas?». Cuando Margo y su familia llegan a La Encantada, una casa vieja que han heredado y que está en la cima de un acantilado, nuestra protagonista recuerda las misteriosas palabras de la tía Carlota. No ha vivido nadie allí por más de cuarenta años y en el pueblo circulan rumores sobre el espíritu de su antiguo dueño, el capitán Grey. A Margo no le dan miedo los fantasmas, pero con el correr de las semanas descubrirá el inesperado secreto que La Encantada guarda entre sus paredes. Gracias a él, descifrará el verdadero significado de las palabras de la tía Carlota que comprueban que lo posible y lo imposible están más cerca de lo que creemos.